Será difícil olvidar el 28 de abril de 2025. Un lunes de finales de mes que arrancaba con la motivación de un festivo próximo y la cercanía de mayo. Pero que en cuanto medió la jornada se alborotó. Cuando el reloj marcaba las 12.33 PM todo se apagó. La corriente eléctrica -esa de la que tanto dependemos para cargar móviles, conectar ordenadores, encender televisiones e incluso para preparar la comida (si no somos de los afortunados de la cocina de gas)- dijo basta.
A cada uno de pilló de una forma. Trabajando, estudiando, descansando, haciendo la compra, viajando…o acompañando a algún familiar en el hospital. Cortes de luz hemos visto, pero lo que nos esperaba superó todos los límites. La red comenzó a caer, aunque podíamos acceder a la actualidad. Y cuando vimos que el corte no era cuestión de nuestro bloque, nuestro barrio o nuestro pueblo comenzó el mosqueo.
Y llegaron las prisas y la sonrisa nerviosa. Esa de «bueno esto debe pasar rápido». Pero no, la gente empezaba a caminar con más nervios, y la gente empezó a formar colas para comprar pan…»por si acaso». La otra imagen, pintoresca y made in Spain llegaba en las terrazas: los botellines y cañas no faltaban a pesar del «cero absoluto» en las redes de abastecimiento eléctrico.
Después tocó comer. Cada uno hizo lo que pudo. Los del gas butano era los reyes del mambo. Al resto nos tocó preparar lo que pudimos. A duras penas conseguimos ver algún informativo en el teléfono móvil o escuchar alguna emisora de radio para informarnos viendo cómo cada dígito que bajaba la batería era otro desafío a la ansiedad. Pero pasadas las cuatro los repetidores dijeron basta. El combustible se acababa y había que priorizar.
En los domicilios, el reloj pasaba lento como un caracol. Segundos eternos, minutos pesados como unas botas de hormigón. Total, había que buscar refugio. Y al parecer todo el mundo pensaba igual. La mejor opción era buscar el consuelo entre la gente. Terrazas llenas para buscar explicación. Trabajadores sujetando (casi literalmente) persianas de negocios. Toda clase de técnicos preparando lo que podría ser una noche «difícil» en los accesos los negocios. Entre tanto comenzaba la búsqueda de un transistor. ¿Te queda alguno? – era la pregunta del millón.- «Bueno me queda uno pero de los pequeños y con auriculares». ¡Dámelo!. Menuda suerte (me repetía hacia mis adentros). Bendita compañía la de la radio. Poco que elegir en el dial. Sólo las emisoras públicas ofreciendo información en cadena en programaciones ininterrumpidas. Y alguna emisora musical que simulaba normalidad a ritmo de bachatas.

Llegó el atardecer y comenzó la prueba de fuego. La temperatura caía y tocaba regresar. Las ventanas empezaron a reflejar penumbras y luces tenues. Poca intensidad. La poca que permitieran velas, algún camping gas o las baterías. De fondo, algún grupo electrógeno en servicios esenciales.
Tocó dormir pronto y esperar. El consuelo, a oscuras sería un día más. Ventanas abiertas para percibir una luz exterior que esa noche no estaba. ¡Espera!….de repente se ve una intensidad cada vez mayor. ¡Ha vuelto! Las farolas de la calle son la antorcha de la ilusión. Al minuto vuelve la luz a la habitación. Y comienzan los aplausos. ¿Esto ya lo he vivido?. Acaba la aventura de 12 horas. Concluye una sensación de estar metido en una película. Y por el camino, miles de historias que habrá para contar: gente atrapada en ascensores, viajeros tirados en el campo en un tren, trabajadores que no habrán podido salir de la empresa…y personas mayores que se hayan quedado sin suministro para su máquina esencial. Empieza el 29 de abril. Nos despertamos. El radio reloj muestra su rojo intenso en los números. ¿Tendré cobertura? ¿Habrá wifi?. Comienza el día después. Mejor olvidar las película que nos hemos creado sobre la causa del «lunes negro». Toca recoger las velas. Y guardar la linterna. Allí en el cajón aparece el transistor. Ese que guardarás como oro en paño. El mismo que nos conectó al mundo durante las horas más oscuras de un lunes de abril.

